LA COSTUMBRE DE «IR DE CAMPO»

Paraje y Central de La Sequilla. aguas abajo del Duero, en las proximidades de la capital (Rodolfo Castillo)

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En los veranos de antaño, «ir de campo» fue una expresión de lo más corriente en el lenguaje coloquial de la sociedad soriana de la posguerra. La posibilidad de “ir de campo” era la única opción que tenían las gentes con menos recursos para disfrutar de las largas y calurosas jornadas festivas estivales. No había piscinas y salir de la ciudad no estaba al alcance de todos. Además las costumbres, sin fines de semana ni cosa que se le pareciera, pues los sábados por la tarde eran hábiles e incluso algunos establecimientos del ramo de la alimentación abrían los domingos por la mañana, el asueto quedaba reducido a los domingos y «fiestas de guardar», que sí que se respetaban. Y se aprovechaban para «ir de campo».

Al campo iban grupos de amigos, normalmente solo de hombres ya adultos, pues rara vez les solían acompañar mujeres y, desde luego, casi nunca estas solas, pero sobre todo familias y en fechas tan señaladas como el dieciocho de julio y alguna otra, por ejemplo, los dueños de los comercios y de las pequeñas industrias con sus asalariados, a los que tenían por costumbre invitar coincidiendo con el abono de la paga extraordinaria establecida por el Régimen.

Claro que entonces los desplazamientos para pasar un día de campo eran bastante más cortos. Porque lo habitual era bajar al Perejinal o al Soto Playa. El Perejinal, con algunas zonas de baño en su entorno, como el Peñón y Peñamala, entre otras, era muy visitado; contaba además con el aliciente añadido de estar garantizada la captura, a mano, de los riquísimos cangrejos con que aderezar la obligada paella. El Soto Playa, algo más cerca de la ciudad, siempre tuvo el inconveniente de la cloaca existente unos metros aguas arriba del puente de hierro.

La construcción de la presa del embalse de Los Rábanos, sin una sola voz que clamase en contra de su ubicación, porque cuando se llevó a cabo tampoco se hubiera permitido, terminó con uno de los parajes más entrañables del Duero a su paso por Soria, convirtiendo la zona de baño en un foco de porquería, sin que la depuradora construida años más tarde en las inmediaciones de La Rumba viniera a resolver un problema que, aunque con el reciente lavado de cara del entorno –entiéndase, acondicionamiento de las márgenes del Duero-, sigue estando ahí.

Fuera de la ciudad, Maltoso, hoy totalmente perdido por la construcción de alguna nave de ganado, la proximidad del vertedero de basuras -por fin sellado- y el abandono del entorno -aún puede verse la casilla del ferrocarril semiderruida-, y La Sequilla, aguas abajo del Duero en las proximidades de Valhondo, eran otros de los lugares elegidos por los sorianos para sus excursiones domingueras y festivas del verano. El desplazamiento sobre todo a La Sequilla, cuyo paraje quedaría anegado también a raíz de la construcción de la aludida presa de Los Rábanos, era más largo, pero contaba con el encanto especial del río y la presa de la central eléctrica y, sobre todo, con sus escarpados alrededores, muy atractivos para romper con la rutina diaria.

Y, ya, sin otra solución que hacer uso del transporte público, era frecuente «ir de campo» a Garray o Martialay. Si el lugar elegido era el primero, lo normal era hacer el viaje de ida en el autobús que hacía el servicio regular entre Soria y Calahorra, que salía hacia las diez y media de la mañana, y la vuelta andando por el camino romano, ante la imposibilidad de combinar la hora de regreso con la del coche de línea que lo hacía a media tarde, con evidente adelanto respecto de las previsiones de cada cual.

En la localidad garreña el lugar elegido para la estancia campestre, al contrario de lo que sucede hoy que se ha desplazado a la parte de arriba, era la pradera existente aguas abajo del puente en la mismísima falda del cerro de La Muela, donde tampoco entrañaba demasiada dificultad la captura a mano de algunos de los abundantes cangrejos autóctonos que poblaban los ríos que discurren por el término municipal, sobre todo el Merdancho.

Para ir a Martialay había que tomar el tren. El que iba a Calatayud. Solían viajar en él, además de los ocasionales domingueros que «iban de campo», cargados de mil cosas, grupos de cazadores que en la época de la desveda de la codorniz acudían al Campo de Gómara y a pueblos de más allá incluso. Salía de Soria no mucho más tarde de las seis de la mañana. De manera que en media hora se estaba en el lugar de destino y con todo el día por delante, en el que había tiempo para poner unas varetas con liga para los pájaros, que fritos sabían a gloria, y llevar a cabo las más variadas actividades que ayudasen a hacer amena la jornada. El regreso se hacía también en tren, en el que volvían los cazadores relatando con la minuciosidad y la fantasía que siempre les ha caracterizado toda una serie de particularidades que sinceramente a muy pocos interesaba. Alrededor de las diez de la noche, el tren estaba en el andén de la estación.